¿Han sentido alguna vez, al ver un lugar, al disfrutar de sus calles, de su gente, de su espíritu, que por fin han descubierto su sitio en el mundo? Si no lo han hecho, aun están a tiempo, déjense sorprender. Si lo han hecho ya, entonces serán capaces de comprenderme.
Amanece en Carboneras y el cielo se tiñe despacio, sin prisa. Primero de una suave luz blanca, que permite diferenciar el mar -aun iluminado por las estrellas- del cielo, profundamente oscuro salvo en esa franja cristalina: el alba.
Tras un par de suspiros, el rojo más intenso se abre paso en el mar, que parece ahora incendiado. Cubriendo el horizonte se alza, de forma insistente pero con dulzura, ese sol que minutos después, se dispone a calentar la arena.
Me acompañan las gaviotas, que prefieren picotear algún que otro resto de alimento ignorando esto tan bello que yo contemplo.
Los más madrugadores comienzan a pasear por la orilla. "La mar" está templada y acaricia tranquila las piedras, que emiten infinidad de destellos y sonidos.
Todo aquí es más intenso, más bonito. El silencio amigos, eso tan escaso a veces. Aquí existe. Pasear de vuelta a casa a las ocho de la mañana es un placer.
Aun se puede apreciar algún que otro ronquido de los que duermen junto a las ventanas, pero además de eso y el canto de algún ruiseñor, sólo se oye el silencio...